A mi padre,
a los abuelos que nunca viví.
But the weeks go by
like birds; and the years, the years
fly past anti-clockwise
like clock-hands in a bar mirror.
Derek Mahon
a los abuelos que nunca viví.
But the weeks go by
like birds; and the years, the years
fly past anti-clockwise
like clock-hands in a bar mirror.
Derek Mahon
Se despertó en medio de la noche, sin poder evitarlo, como si él alguna vez hubiera sufrido de insomnio si bien lo hacía de apneas. Miró a Elisa; ella seguía durmiendo, ella siempre dormía, ella dormía aun cuando simulaba que escuchaba en la cama. El techo estaba tan blanco como siempre y qué, que no podía volver a cerrar los ojos. Se giró ligeramente hacia su izquierda, donde estaba la mesilla de noche con su cajón, su cruz de metal, las gafas, el ejemplar manoseado de la recopilación de cuentos del doctor ruso Anton Chejov, el vaso con la dentadura y el vaso de agua. De entre todas las tentaciones que el mueble ofrecía, fue el vaso de agua quien atrajo su mano. Se incorporó primero, lentamente, apoyando su espalda en el cabecero de madera oscura, y apuró después todo el líquido insípido, inoloro e incoloro. Pensó en que después de beber seguro que le entraban ganas de ir al baño, y que era un fastidio tener que ir tantas veces al baño, si no tenía ya bastante con no poder levantarse de la cama sin esfuerzo. Dejó el vaso de nuevo. La verdad es que todavía no tenía ganas, a veces la próstata se portaba bien con él. Al girar de nuevo la cabeza vio que tras la puerta ligeramente abierta se dejaba ver el brillo de una luz. Entornó los ojos para dominar su pronunciada miopía y comprendió que una luz tan tenue solo podía provenir de un fluorescente, y esa era la luz de la cocina, en el piso de abajo.
Andrés no recordaba haber dejado la luz encendida, si bien es verdad que cada día que pasaba la fiabilidad de su memoria descendía cuantiosamente. Ah, ya, Elisa fue la última en acostarse y ella es quien tiene la costumbre de los vasos de agua; a Andrés le provoca siempre ganas de orinar. Odiaba, por tanto, levantarse por la noche, no tanto por el hecho de dirigirse al retrete, bajarse el pantalón del pijama y ejecutar la acción previsible, sino por el desarrollo de la previa acción, es decir, movilizar cada uno de sus recios músculos soportados por sus frágiles y cada vez más huecos huesos. Nunca lo decía en voz alta, pero siempre pensaba que la dificultad del movimiento de sus miembros provenía no tanto de su deterioro como de la realidad literal del peso de cada año de su vida, o dicho de modo meridiano, del desvanecimiento de la energía corporal a lo largo de sus 84 años.
Se deslizó de nuevo sobre la sábana bajera con la firme intención de dormir. Cerró los ojos. Cinco segundos más tarde volvió a abrirlos: el viejo reloj de Elisa tictaqueaba en su mano izquierda de una manera absolutamente insistente sobre la almohada. Coger la dormida mano y ponerla en cualquier otro punto de la cama parecería la opción más lógica, pero también suponía arriesgarse a que se despertara, a tener que escuchar en ese momento de la noche una voz taciturna que era ya excesivamente cotidiana; las noches son para soñar. Sus ojos quedaron de nuevo abiertos; intentó recordar cuándo había tomado la última taza de café bombón de la tarde. Ah, sí, claro, como siempre, con los amigos de dominó en el bar: el café de siempre a la hora de siempre con la gente de siempre. Siempre, siempre, siempre. Siempre es una palabra que se hacía más pesada con el paso de los años, como todo su cuerpo, y al igual que este, las costumbres de siempre eran cada vez más difíciles de movilizar.
Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. ¿Tic?, ¿tac? Tic, tac. ¡Tic, tac!
Se frotó los ojos, como si eso pudiera provocarle algo de sueño. A continuación se dio cuenta de que tenía la boca seca. Volvió a incorporarse y alargó la mano hacia el vaso de agua. Lo acercó a sus labios y aún quedaba una escasa gota, parecía que hubiera quedado pendiente con el fin de ridiculizar su memoria. Hizo un gesto mohíno de fastidio y recordó la existencia de otro vaso con agua. Lo meditó unos segundos y concluyó que, a pesar de sus dificultades motoras, no debía permitirse a sí mismo beber del agua donde reposaba su dentadura, aunque solo fuera por esa manía que había tenido siempre con la limpieza. Dejó el vaso vacío en la mesilla, retiró la colcha de invierno de su cuerpo y movió poquito a poco los pies hacia el borde de la cama para dejar caer sus piernas por la fuerza de la gravedad. Gracias a eso y a su brazo derecho pudo comenzar el proceso de erguir el tronco lentamente. Consiguió sentarse y posicionarse de manera vertical con el suelo. Apoyó sus puños cerrados sobre la cama, a los costados de su cuerpo y se echó hacia delante; a la tercera va la vencida: con ese último impulso pudo levantar su trasero del colchón, de modo que su cabeza quedaba más avanzada que sus pies debido a esa dificultad reciente para erigir su espalda, que cada vez tenía más chepa. Echó un ojo al parqué y se dio cuenta de que no veía sus babuchas, y el suelo estaba bastante frío. Tampoco se iba a intentar agachar a buscarlas con más ahínco y, además, estaba muy oscuro. Con los pies descalzos empezó a moverse hacia delante, encorvado, dando pequeños pasos que apenas le separaban del suelo. Acercándose a la luz, abrió la puerta de la alcoba. Al salir al pasillo, aunque la luz era tenue, notó cómo se quejaban sus contraídas pupilas. Parpadeó varias veces y cuando se le acostumbró el ojo, se dio cuenta de que no veía bien, de que se había dejado las gafas en la mesilla. Estando ya en el pasillo no merecía la pena volver, con todo el esfuerzo que ello suponía. Se agarró a la barandilla de seguridad y la siguió hasta las escaleras. Apoyó su pie en el primer escalón y comenzó a descender.
Hubo un gran estruendo, como si cayeran muchas manzanas de un árbol al mismo tiempo sobre una tierra muy dura, o como si alguien hubiera golpeado un saco de huesos contra el suelo.
Hubo un gran estruendo, como si cayeran muchas manzanas de un árbol al mismo tiempo sobre una tierra muy dura, o como si alguien hubiera golpeado un saco de huesos contra el suelo.
Andrés empezó a despertarse, alguien le susurraba al oído: "Mi amor, son las ocho, vamos". No era Elisa, pero tampoco se extrañó. Ya en pie miró a su alrededor. No había estado antes en esa casa, ¿o sí? El armario era definitivamente el suyo, así que lo abrió y se puso un traje. ¡Cuánto tiempo sin ponerse un traje! Echaba de menos el intenso olor a lavanda en la ropa limpia, su madre siempre ponía pastillas de jabón en los cajones. Elisa, en cambio, no era aficionada a añadir nada más, le gustaba que todo oliese a limpio y no a lavanda. En la cocina, desayunando, empezó a recordar la casa. Siguió tomando su café y su cornetto. Su mujer le dijo algo y él respondió. Después de un rato se escuchó a sí mismo hablando en italiano. Miró su mano izquierda, como siempre llevaba su alianza de casado. Ella, Giulia, llevaba otra igual, pero más fina, en la suya. Giulia, había pasado mucho tiempo, ¿no?, quizá no, él lo sentía así. Giulia, ¡qué guapa era Giulia! Morena de piel y de pelo, de pelo muy muy largo, muy muy liso, sus ojos muy azules, su piel muy suave. La moglie perfetta. Con su maletín en a mano, Andrés salió de la casa. Era definitivamente su casa de via Veneto en Roma; enfrente había una gelateria, la favorita de Giulia y de él. Andó y andó, sabiendo muy bien a dónde iba, sin pensarlo apenas.
Hematoma grave, ¿cómo ha podido ocurrir?, no se puso la gafas, rotura de cadera y pelvis, "pi, pi, pi".
Le parecía oír voces pero Roma era Roma y él sabía perfectamente a dónde estaba yendo. Sonreía porque era un día normal, de sol, en su Roma, con todas sus bellezas, allá donde fuera había belleza, había curvas por doquier: le macchine italiane, le donne italiane, il suono della lingua... El arte está siempre vivo en Roma, como si naciera de la tierra y no de los hombres, como si fuera un elemento natural más que fluía desde la arquitectura más derruida al 'Libertango' argentino de Piazzola en Santa María in Trastevere tocado por un grupo de rumanos, y ¡por el santo cielo!, esa maravilla de la creación llamada 'Apolo y Dafne', cuyas hojas perennes marmoleas llevaban siglos siendo imperturbablemente frágiles.
Siguió caminando, las motocicletas eran incontables, los accidentes poco accidentados se sucedían con sus previsibles sonidos "¡Bum!", "Bastardo!", "¡Plas!", "Va, dai, vai fanculo, stronzo!", y de repente una falda blanca balanceándose sobre un culo muy alto y rítmico, "Allora questo è lo chiamato 'paradiso' o 'vita' ", escapó un murmuro de su boca. El edificio ya estaba frente a él, el edificio de siempre de oficina blanca e amplia. La oficina que le había sacado de su penuria española, la oficina para siempre. Giulia, su mujer para siempre, quien la había sacado de su vida española y de su novia española de toda la vida hacía ya cuántos, ¿cinco años? Elisa era ahora el mero recuerdo de unos ojos tristes por donde se le escapaba el corazón y esas últimas palabras que cuando las pronunció nunca supo si algún día las llegaría a comprender: "Andrés, hagas lo que hagas, tú y yo nos tropezaremos y nunca querremos levantarnos".
En el maletín abierto todas sus cuentas eran claras, es decir, sus facturas a cobrar eran más elevadas que los pagos a realizar. Su boca era una gran curva allí, sentado en su mesa, con todos los deseos cumplidos, los profesionales y los amorosos, hasta los artísticos. Emigrar había sido sin duda la mejor decisión de su vida. La felicidad podía, efectivamente, definirse, y, sin duda, ser duradera. El amor también; el amor, también.
Le parecía oír voces pero Roma era Roma y él sabía perfectamente a dónde estaba yendo. Sonreía porque era un día normal, de sol, en su Roma, con todas sus bellezas, allá donde fuera había belleza, había curvas por doquier: le macchine italiane, le donne italiane, il suono della lingua... El arte está siempre vivo en Roma, como si naciera de la tierra y no de los hombres, como si fuera un elemento natural más que fluía desde la arquitectura más derruida al 'Libertango' argentino de Piazzola en Santa María in Trastevere tocado por un grupo de rumanos, y ¡por el santo cielo!, esa maravilla de la creación llamada 'Apolo y Dafne', cuyas hojas perennes marmoleas llevaban siglos siendo imperturbablemente frágiles.
Siguió caminando, las motocicletas eran incontables, los accidentes poco accidentados se sucedían con sus previsibles sonidos "¡Bum!", "Bastardo!", "¡Plas!", "Va, dai, vai fanculo, stronzo!", y de repente una falda blanca balanceándose sobre un culo muy alto y rítmico, "Allora questo è lo chiamato 'paradiso' o 'vita' ", escapó un murmuro de su boca. El edificio ya estaba frente a él, el edificio de siempre de oficina blanca e amplia. La oficina que le había sacado de su penuria española, la oficina para siempre. Giulia, su mujer para siempre, quien la había sacado de su vida española y de su novia española de toda la vida hacía ya cuántos, ¿cinco años? Elisa era ahora el mero recuerdo de unos ojos tristes por donde se le escapaba el corazón y esas últimas palabras que cuando las pronunció nunca supo si algún día las llegaría a comprender: "Andrés, hagas lo que hagas, tú y yo nos tropezaremos y nunca querremos levantarnos".
En el maletín abierto todas sus cuentas eran claras, es decir, sus facturas a cobrar eran más elevadas que los pagos a realizar. Su boca era una gran curva allí, sentado en su mesa, con todos los deseos cumplidos, los profesionales y los amorosos, hasta los artísticos. Emigrar había sido sin duda la mejor decisión de su vida. La felicidad podía, efectivamente, definirse, y, sin duda, ser duradera. El amor también; el amor, también.
Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
Elisa podía oír su propio reloj tictaqueando en su muñeca izquierda. El silencio era absoluto en la habitación del hospital y el tiempo ese lastre que tanto le pesaba en la arrugada piel. ¡Cómo habían pasado los años!, los días parecían sueños acumulados y este despertar se formulaba pesadumbroso. Los finales son así, porque nadie quiere acabar algo que está disfrutando, por mucho que los días duelan en cada paso de anciana descascarillada, no es fácil admitir "ya está, este el resumen y he vivido por amor, soy afortunada", porque irse de la vida implica diluirse de la sangre de los corazones que te han amado; morir, quizá, sea la mayor prueba de la irrelevancia de nuestros sentimientos y nuestros actos.
Andrés dejó de ver la oficina, estaba todo blanco y no eran paredes, alargó las manos, no podía tocar nada pero no estaba ciego, las veía. Empezó a dar vueltas a sí mismo, muy confundido. Se dejó caer y, cuando se quedó quieto, tumbado cabeza arriba en la nada, con los ojitos cerrados, empezó a oler a algo nuevo, un olor de siempre arropado por un calor conocido. Sus ojos cerrados mostraban la misma blancura que antes abiertos. Se sentía en paz, con su calor y su olor; eran signos de paz. Alguien tocaba sus mejillas, de forma muy suave acariciaba su piel seca. Por debajo de la nuca, una mano le levantó la cabeza y el olor se hizo más intenso, el calor se expandió por su frente: eran los pechos de Elisa, la calidez de Elisa. Así había llorado tantas veces, con ese calor, con ese olor, había descubierto su debilidad mil veces, se la había entregado a ella.
Elisa no estaba segura de cuánto más podría aguantar la pesada cabeza de su inmóvil marido, pero albergaba el deseo de poder mirar de nuevo en sus ojos para hablarle, como hacía siempre, y despedirse. No era nada fácil romper el último silencio de toda una vida, pero "Ahora que los chicos han ido a casa, quiero que sepas, Andrés, que hagas lo que hagas, tú y yo nos tropezaremos y nunca querremos levantarnos".
Elisa podía oír su propio reloj tictaqueando en su muñeca izquierda. El silencio era absoluto en la habitación del hospital y el tiempo ese lastre que tanto le pesaba en la arrugada piel. ¡Cómo habían pasado los años!, los días parecían sueños acumulados y este despertar se formulaba pesadumbroso. Los finales son así, porque nadie quiere acabar algo que está disfrutando, por mucho que los días duelan en cada paso de anciana descascarillada, no es fácil admitir "ya está, este el resumen y he vivido por amor, soy afortunada", porque irse de la vida implica diluirse de la sangre de los corazones que te han amado; morir, quizá, sea la mayor prueba de la irrelevancia de nuestros sentimientos y nuestros actos.
Andrés dejó de ver la oficina, estaba todo blanco y no eran paredes, alargó las manos, no podía tocar nada pero no estaba ciego, las veía. Empezó a dar vueltas a sí mismo, muy confundido. Se dejó caer y, cuando se quedó quieto, tumbado cabeza arriba en la nada, con los ojitos cerrados, empezó a oler a algo nuevo, un olor de siempre arropado por un calor conocido. Sus ojos cerrados mostraban la misma blancura que antes abiertos. Se sentía en paz, con su calor y su olor; eran signos de paz. Alguien tocaba sus mejillas, de forma muy suave acariciaba su piel seca. Por debajo de la nuca, una mano le levantó la cabeza y el olor se hizo más intenso, el calor se expandió por su frente: eran los pechos de Elisa, la calidez de Elisa. Así había llorado tantas veces, con ese calor, con ese olor, había descubierto su debilidad mil veces, se la había entregado a ella.
Elisa no estaba segura de cuánto más podría aguantar la pesada cabeza de su inmóvil marido, pero albergaba el deseo de poder mirar de nuevo en sus ojos para hablarle, como hacía siempre, y despedirse. No era nada fácil romper el último silencio de toda una vida, pero "Ahora que los chicos han ido a casa, quiero que sepas, Andrés, que hagas lo que hagas, tú y yo nos tropezaremos y nunca querremos levantarnos".
La felicidad podía, efectivamente, definirse, y, sin duda, ser duradera. El amor también; el amor, también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario