domingo, 1 de septiembre de 2019

Primer capítulo: Huir



Qué rico tener tantos años, aunque la caligrafía en esta cuartilla quede tan temblorosa. Pero gracias a mi edad, puedo retirarme a mi pieza[1], sentarme frente a la cómoda y escribir estas líneas. Hoy es el Dieciocho. Acá con decir eso, vale, todo el mundo entiende. Pero donde nací, nadie entiende qué quiere decir: «Hoy es el Dieciocho» o «Ya llega el Dieciocho». ¡Qué paradoja!, si gracias a España existe el Dieciocho. Pero yo, hasta que no llegué acá hace seis décadas, tampoco tenía idea. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Ya poco queda en mi memoria de Valencia, los bombardeos, el miedo, la relación íntima con los vecinos. Recuerdo a lo lejos la miseria, la suciedad propia de ella. Pero ahora todo es alegría. Estoy tan lejos de entonces, tan lejos.
Ahora son las siete de la tarde. No estoy sola en la casa, pero todos saben que me gusta la tranquilidad. La casa donde vivo está en el campo. A mi esposo le gustaba el campo. A mí no me entusiasmaba mi esposo, pero sí el campo, los perros, los atardeceres. En esta casa podía tener lo que siempre había querido: luz y espacio para pintar. Además, mi esposo necesitaba estar aquí, desde aquí controlaba toda la hacienda, los terneros, los chanchos[2] y a los guasos[3].  No, no me entusiasmaba mi esposo. De hecho, me sentía muy segura a su lado, muy calmada, pero no me emocionaba, ni siquiera me llenaba de ira. Solo me hacía sentir como lo hace una cuenta bancaria bien llena o un coche sólido. No obstante, no podía pedir nada más. Tenía mucha suerte de haberlo encontrado. Tenía mucha suerte de haber sobrevivido. ¿Qué más podía desear una exiliada política en un país tan lejano? Mi juventud y mis buenos modales fueron la llave que abrió la puerta de esta casa, desde donde escribo ahora. 
¿Les he contado ya que es el Dieciocho? Ustedes no tendrán ni idea, claro, es normal. Yo tampoco tenía idea hace sesenta años. El 18 de septiembre se celebra en Chile su independencia de España. En realidad, no es el día de la independencia en sí, sino que marca el día de la Primera Junta de Gobierno, en 1810. Hasta 1818 realmente no se firmó el Acta de Independencia. Cuando supe esto, hace muchos años, recuerdo que pensé que la vida es así: que cuando España estaba invadida por los franceses, los chilenos y otros pueblos de América del sur por fin pudieron empezar a pensar en liberarse de ese yugo que tantos años les había impuesto la corona. Me pareció curioso. Es otra paradoja, como que España sea tan ajena a estos países que, de alguna manera, ha creado, destruido y construido a la par. De alguna manera es antinatural, ¿acaso un abuelo olvidaría voluntariamente a sus nietos?
En España la gente no sabe que, en Chile, por el Dieciocho, tenemos por tradición reunirnos desde bien temprano. Preparamos un buen asado[4] de carne, lo comemos y las Fiestas Patrias –que así se llama oficialmente el Dieciocho– duran dos días, el 18 y el 19. Todos vienen a mi casa, donde vivo sola salvo por la nana[5] Mari Carmen, que es ya como una vieja amiga, lleva quince años conmigo, y ahora que soy viejita, me ayuda tanto a no sentirme tan inútil.
Hoy día la pasamos muy bien. El Rodri, el pololo[6] de la Cami, mi nieta, hace riquísimo el asado. El asado siempre ha sido asunto de los hombres. Fíjense, otra cosa curiosa, el macho en la cocina hace solo por placer. No ordena la cocina o limpia la vajilla, cocina en las fiestas. Donde nací también era así, la paella de los domingos la hacían más hombres que mujeres. Aquí la carne es asunto del hombre, ellos son los que «entienden», van a comprarla y compiten entre ellos a ver quién hace el más rico asado.
El pasado 3 de septiembre se cumplieron sesenta y un años desde que llegué a esta tierra. Desde entonces, no me marché jamás. No me marché de verdad. Claro que he viajado, cuando uno tiene plata y no está contento con su vida, viaja. Intenta encontrar en los demás lo que no tiene, y en los parajes nuevos, un estímulo, una motivación, quién sabe si amantes. Pero jamás me marché, hice de esta tierra mi hogar, a pesar de todo. A pesar de que era una prófuga, a pesar de que mi país me quería muerta, fusilada en un muro. El 3 de septiembre de 1939, mi vida y la de otros muchos españoles cambió. El Winnipeg sería el barco que cambiara nuestras vidas. Después de un mes de viaje en el carguero, nos informaron de que pronto llegaríamos al puerto de Valparaíso. Otra paradoja: la Segunda Guerra Mundial empezó solo un par de días antes de que nosotros estuviéramos a salvo.
Cuando yo iba en ese barco, tenía solo dieciocho años , no era siquiera mayor de edad. Aunque a esa edad ya sabía hacer de todo, claro: remendar, limpiar la plata, hacerle ropa a mi padre con la Singer, pero también las buenas maneras en la mesa. Eso me lo había enseñado mi madre antes de morir cuando yo tenía quince años, uno antes de que estallara la Guerra. Mi padre no veía necesario que me lo enseñara, puesto que no quería su hija fuera esclava de nadie, sino señorita y después señora inteligente que se valiera por sí misma todo lo posible. Mi padre tenía una mentalidad que solo tiene cabida a día de hoy, en el siglo XXI. Él era un adelantado. Por eso él me enseñaba otro tipo de cosas, me instruía con sus viejos libros sobre Platón, Aristóteles, Heródoto y Ovidio. Me dejaba leer sus revistas de literatura y de pequeña me dormía con historias mitológicas. Aunque nunca podría valerme por mí misma en esa época, daba igual dónde estuviera, ser así, culta pero con maña para el hogar, es lo que hizo que sobreviviera.
El Winnipeg partió de Burdeos gracias a Pablo Neruda. Pero llegar hasta ahí fue prácticamente un milagro. El mes que duró la travesía hasta Chile no fue nada comparado con el duro camino que supuso embarcar.
Aunque, según nos enteramos después, Valencia no cayó en el bando nacional hasta finales de marzo del 39 –junto casi con Madrid, después incluso que Barcelona–, mi padre decidió mucho antes que el esplendor español que se había alcanzado en la República nunca volvería, y mucho menos durante lo que durase su vida. Otros compañeros de mi padre de la universidad ya habían marchado. Se rumoreaba que las américas y Francia acogían a los intelectuales favorables a la República –sin duda, grandes mentes tanto intelectual como ideológicamente, personas que, presuntamente, gozaban de una mente abierta, avanzada y progresista–, por eso dejamos Valencia en marzo de 1938, cuando todavía estaba el levante en manos republicanas. Por suerte, Cataluña tampoco había caído todavía, y su capital no lo haría hasta febrero del 39 . Gracias a eso, pudimos cruzar la frontera con Francia, aunque no resultó nada sencillo. Castellón y el Maestrazgo caerían mucho antes, en abril del 38.
La guerra estaba en su ecuador y los nacionales no controlaban la mayoría de las grandes ciudades, por eso todavía había republicanos que creían que había esperanza, luchaban en los frentes y en las urbes que todavía pertenecían al gobierno legítimo, como Valencia, se oían las canciones de ánimo como La Internacional. Aunque yo era muy joven, el tiempo me había permitido tener un novio. Bueno, los novios de antes no tenían nada que ver con los de ahora. Vicente era más bien un buen amigo de la infancia. No sé si me hubiese llegado a casar con él, tan solo nos dimos algunos besos de forma furtiva en los cines de verano, siempre antes de la guerra, claro. Después no fue nada sencillo verse, él, fiel a sus principios, decidió servir a la República en lo que pudiese, y más que ser soldado, su papel consistía en informar de lo que ocurría en las fronteras entre los dos bandos. Desde Madrid, se movía a otros frentes para informarse. De él nos llegó una carta, en octubre del 37 en la que decía que los nacionales habían bombardeado algunos pueblos de las vascongadas y que ya habían tomado todo el norte, que siempre había sido considerado una fuerza republicana. Aunque Vicente intentaba ser positivo en sus misivas, mi padre y yo intuimos rápidamente que nos quería avisar, que los nacionales se estaban haciendo más fuertes. En ese momento, todo el levante y parte de Castilla eran fieles a la República, pero ya, tan solo tras un año de guerra, los nacionales dominaban casi el cincuenta por ciento del país.
En mi casa, hasta 1938, sí, había hambre, se palpaba que ya no se podía conseguir prácticamente nada. Rosario, nuestra ama de llaves, seguía viviendo con nosotros. La universidad no funcionaba con normalidad, por lo que mi padre ya no salía demasiado de casa. Los tres permanecíamos unidos como una familia. Rosario tenía una hermana mayor que vivía y trabajaba en el campo, pero ni hijos ni marido.
Por nuestra posición y dinero, a pesar de la guerra, tuvimos una despensa que iba resistiendo. Sin embargo, las raciones que hacía Rosario eran siempre pequeñas y como carne teníamos embutido. Carne fresca era imposible encontrar, salvo si tú mismo la cazabas, algo que en Valencia no era fácil, más allá de encontrar gatos callejeros o palomas. Pero yo, antes de marzo de 1938, nunca hubiera imaginado conseguir un bocado de carne a base de tirachinas.




[1] Habitación.
[2] Cerdos.
[3] Campesino.
[4] Barbacoa, prácticamente siempre de carne de ternera.
[5] Asistenta.
[6] Novio, antes de prometerse.


Primer capítulo de la obra inédita La memoria