Ese día salí de casa cargando todas mis pertenencias imprescindibles e inherentes a mi condición de ser humano. Llené la cartera de billetes, sin olvidar la tarjeta de crédito, y en el bolso ordené los elementos que completan mi vida, que me hacen más eficaz y más persona de este siglo: en el bolsillito van el mando del garaje donde protejo mi lícito coche nuevo de alta gama y las llaves también a distancia (los trabajos manuales no son aptos para nobles) del mismo; en otro compartimento resguardo mi inseparable smartphone con el que me puedo relajar de vez en cuando en la oficina gracias a sus tres mil quinientas aplicaciones absurdas, además de poder estar conectada con todo el mundo en todo momento y así evitar hablar con mis compañeros de trabajo a los que luego felicito por su cumple fielmente gracias a que cierta aplicación absurda me lo recuerda (es absurdo felicitar a alguien a quien no cuidas todos los días); pegado al smartphone, tengo el mp5 o 6 o 7, no sé, el mejor, que escucho con unos cascos enormemente llamativos que suenan de puta madre y, gracias a los cuales, puedo sentir que tengo a Mick Jagger a la verita mía reventándome el oído mientras los niños del parque incordian con sus risas. En el compartimento general llevo los quasi-entes más personales y valiosos de mi ser que podrían considerarse prácticamente órganos vitales de mi anatomía personal; me refiero a mi cámara fotográfica reflex capaz de inmortalizar con todos sus píxeles desde el instante más impresionantemente inalcanzable, como el zarpazo de un león ávido en el muslo derecho de la gacela más estilosa, hasta la más absurda y hueca mueca de mis conocidos en un día de pedo absoluto; también a mi tablet supersónica con la que puedo hacer de todo o que me facilita la vida a la hora de hacer ciertas cosas, según el anuncio, desde mejorar en el deporte que nunca practicaré, hasta afinar el instrumento que nunca aprenderé a tocar; además, en la tablet están las misma aplicaciones absurdas que tengo en el smartphone, pero así puedo dejarles una de las dos cosas a los niños de mis familiares y amigos que se empeñan en que entretenga; por último, llevo mi computer con símbolo de manzana con el cual puedo retocar las fotos hechas con mi reflex, o robar películas por internet a directores de cine honrados, o meter música en el mp5 o 6 o 7, cuyos derechos tampoco pienso pagar (no por falta de fondos, sino de ganas), y sobre todo, puedo escribir novelas y poemas que luego publicaré en un blog de internet y posteriormente en libros cuyas hojas procederán de árboles antiquísimos con la única intención de que la gente me lama el ego.
Cargué todas estas cosas en el bolso y no volví a casa durante todo el día, el cual había resultado ser alegre y maravilloso: fui al trabajo en coche, comí suculentamente, estuve en la ciudad y use el metro, visité a amigos en un barrio humilde y regresé a la noche. Parecía que lo llevaba todo conmigo, pero de vez en cuando sentía un pálpito de preocupación en mi interior y rebuscaba en mi bolso de piel y todo estaba en su sitio.
Abrí la puerta blindada con la llave única en su especie y descubrí dos pequeños objetos en el vaciabolsillos de la entrada. Me quedé ahí, casi en el rellano y, joder, mi cerebro empezó a proyectar imágenes desparramadas del verdadero día: por la mañana, un accidente de moto en la carretera en el cual yo no estaba directamente involucrada; a medio día, un mendigo en el suelo con un cartel de súplica; en la ciudad, manifestaciones de varios niveles de indignación; en el metro, un padre desesperado pedía ayuda para no ser desahuciado y, por último, en el barrio humilde, unos niños tísicos huían tras robar a una anciana. Yo, mientras tanto, andaba muy ocupada maximizando la utilidad del interior de mi bolso. En el vacíabolsillos, el objeto rojo se estaba secando y el segundo era cada vez más transparente; creo que hacía muchos días que no usaba ni mi corazón ni mi sentido común.
Este camino te eligió libremente, y así es como tienes que deshacerte de él.